Capítulo III
Desde que ocurrió el encuentro entre Silvestra y Sebastián, la relación entre ambos parecía haberse enfriado todavía más. Ya casi no se cruzaba palabra en esa casa, sólo lo indispensable. La patrona contemplaba con dolor la mirada triunfante de ese ser mezquino que parecía enseñorearse en su vida tratándola con un callado desprecio. La congoja parecía ahogarla muchas veces. El estudiante era su amor, pero un amor falso, pues era solamente la necesidad de cariño de una mujer totalmente anulada, la que parecía manifestarse bajo ese matiz de adoración y dependencia.
Sebastián por su parte, ya había allanado el camino que le llevaría a disfrutar del objeto de su afán, doña Beatriz. Todo había sido calculado milímetro a milímetro, todo habría de ocurrir esa misma noche, la del 21 de marzo, y si era posible, sin dejar testigos. La veneración que disfrutaba por parte de su patrona,le ayudaría por si se torcía algún detalle; ella sería su protectora y su casa, la madriguera donde esconderse.
La mañana de aquel día de primavera, temprano, nuestro bachiller había acudido como siempre a impartir las clases a su alumno Íñigo. Todo parecía transcurrir con normalidad, las mismas miradas escudriñadoras del estudiante y la extraña premonición de la madre y de la criada, pero por lo demás, nada que hiciera sospechar algo más allá. Como la habitación donde se encontraba el niño estaba en la primera planta, nuestro estudiante, después de recibir la paga, solía marcharse sin ser acompañado atravesando un largo corredor y tomando posteriormente las escaleras que le guiaban al patio, y de ahí, a la calle.
Las escaleras eran anchas e iluminadas por tres arcos de ladrillo que permitían un misterioso juego de luces y sombras. Junto al arco de entrada, una pequeña puerta de cuarterones conducía a un pequeño trastero que rara vez era utilizado. Todo estaba planificado hacía tiempo, ese sería su escondite, desde ahí podría lanzarse sin problema hacia su presa. Aquel día pues, tras despedirse cariñosamente de su alumno, Sebastián recorrió el pasillo, descendió hasta el zaguán y una vez allí, sigilosamente se adentró en aquel pequeño granero según lo previsto. La humedad de aquel cuarto no parecía incomodarle demasiado, al fin y al cabo estaba enardecido pensando en los acontecimientos posteriores.
Serían las seis de la tarde, ya estaba casi de anochecida, y aunque los días alargaban, todavía se hacían pesados y oscuros.Poco a poco las tinieblas de la noche parecían consumirlo todo. Aquella sería una noche sin luna, todo parecía ponerse a su favor. La campana de la oración de los dominicos había sonado hacía rato, esa sería la señal para salir de aquel cubil, esa sería la hora de su triunfo.
Ana, la vieja criada, tras la cena, viendo que era ya hora de ir a dormir ,fue dando una vuelta por la casa asegurándose de cerrar bien todas las ventanas y, por supuesto, los testigos del portón. La calle vecina no tenía puertas y se decía que los crímenes campaban a sus anchas cuando llegaba la noche cerrada. «A las diez en la cama estés», solía repetir la sirvienta muchas veces haciéndose eco de un dicho muy popular entre la gente de Calatayud. Una vez hecho ésto subió a su habitación en la segunda planta y allí se dedicó a sus oraciones nocturnas dando fin así a una jornada dura pero sin demasiados sobresaltos.
Sebastián, que estaba al acecho de los vaivenes de la criada, aguardó hasta el último momento para abandonar su oscura morada. El chirrido de la puerta de su escondite, fue lo único que sobresaltó en aquellos momentos la mente obsesiva del estudiante que, con un paso cauto, subió las oscuras escaleras y fue recorriendo, poco a poco, pasillos y corredores hasta situarse frente a la cortina de terciopelo granate que lo separaba del dormitorio de Beatriz. En un último momento el bachiller, mirando fijamente el hueco de la puerta pareció respirar hondo imaginando el perfume que iba a encontrar en ella después de poseerla. Las pequeñas luces que provocaban sus retinas al fijarse con fuerza en las tinieblas, parecían un pequeño anticipo del festín de terror que iba a llevar a cabo.
Beatriz se encontraba en la cama con la extraña sensación de estar presintiendo algo malo, todo el día había estado dando vueltas a ese sentimiento a medio camino entre lo real y lo imaginado. Prefirió, sin embargo, no hacer mucho caso de esos pensamientos negativos rezando a las ánimas del purgatorio para que la despertaran con tino al día siguiente; pues en breve, volvería su marido de su parada militar y quería tener dispuestas varias cosas antes de su llegada. De repente, como si el viento hubiera abierto una ventana de golpe, aparece en un golpe brusco una silueta oscura que le hace estremecerse de terror. Beatriz grita presa de una angustia indescriptible, pero una mano tapa su boca con fuerza ahogando cualquier pequeño sonido que pudiera emitir. Al oído, cuando más congoja sentía, una suave voz, incluso un poco atiplada, le susurra con sorna: «Hola mi amada». Beatriz reconoce la voz trastornada de Sebastián. Intenta morder su mano pero es en vano, el estudiante ha conseguido arrancarle parte de su ropa e intenta abusar de ella con violencia. Ella se desmaya presa de la impotencia y por la fuerza de esa garra que la estrangula, dejando a merced del estudiante, que parece totalmente poseído por alguna fuerza sobrehumana y feroz, su cuerpo bello y joven. Sin embargo, alguien más, asustado y aturdido, contemplaba una escena que la oscuridad de la noche hacía indescifrable, era Pilar, la hija mayor del matrimonio que dormía en la alcoba contigua a la de su madre. -¿Qué pasa? pregunta ella,-¡madre!, grita de repente. Sebastián, al verse descubierto, se da la vuelta con gran agilidad, coge a la adolescente y repite con torpeza la misma operación fría y despiadada que había logrado con Beatriz. Pilar tampoco puede gritar, el dolor es demasiado intenso. Su estado es como el de una persona sin vida, como una muñeca. La habitación que en otros tiempos fue escenario de momentos felices es ahora el marco de la mayor de las aberraciones. Pasa el tiempo lento, parece que las ansias mezquinas del profesor van disminuyendo en bruscas oleadas, sólo los gemidos de tortura de las víctimas ponen una melodía de agonía en todo aquello.
Él no quiere testigos, eso lo tenía claro desde el principio,y ni la hija ni la madre van a tener la boca cerrada, piensa él. Sintiéndose como un sacerdote que ofrece un antiguo sacrificio ritual saca una daga de entre sus ropas y asesta puñaladas a ambas víctimas que apenas tienen posibilidad más que de mirar a su homicida con un último gesto de compasión.
El resto es un paseo triunfal y desalmado, ahora entra en la habitación de Íñigo, su alumno, asesinándolo también. Lo mismo hace con la criada que descansaba plácidamente ajena a todo. Por lo menos estas dos víctimas inocentes, no han sufrido el terror y la angustia que la hija y la madre sintieron hasta el final.
-Era necesario- pensaba Sebastián,sin remordimientos de ningún tipo,que tenía calor a pesar de ser una noche tan fría …
Como si los crímenes hubieran supuesto para él en una droga relajante, el bachiller entra en una especie de adormilamiento del que le despiertan los primeros rayos del alba. Sus luces parecen descorrer la cortina bajo la que se oculta la mentira y el asesinato más feroz.
Sebastián Blasco recoge la daga como puede y sale con gran cautela de la casa. En esos momentos hay una espesa niebla, de esas que hielan hasta los tuétanos. Los oídos del asesino están embotados pero lejos, como en un murmullo, escucha que llaman a misa en la iglesia de San Pedro mártir. A pesar de todo, y no como un acto de fe o de arrepentimiento, se adentra como ya hiciera en otras ocasiones, en la iglesia de Santa Lucía, allí , en la oscuridad del templo, contempla nuevamente la lápida del caballero templario que se encuentra en el suelo. A la mente se le viene una idea de inmortalidad, de recuerdo, de gloria, de triunfo, puede ser que no anduviera tan desencaminado al fin y al cabo.
A la llegada a la casa de su patrona, el homicida oculta como puede su daga y sus manos ensangrentadas. Silvestra acaba de levantarse en ese día gris y nebuloso que nada bueno parece anunciar. Ella no quiere decir nada, está decidida a entrar en el corazón de Sebastián como sea, lo protegerá, lo hará parte de su ser, arriesgará cuanto sea necesario por no sentirse sola otra vez.
Continuará
El estudiante de las muertes de Calatayud – Capítulo I
Menudo miedo debían pasar las gentes antiguas sin luz en las calles, ofreciendo impunidad a cab… como Sebastián (y Silvestra, que es una mujer atormentada, tiene pinta de cometer un error muy grande en próximos capítulos….).
Los errores siempre vienen acompañados de un hondo arrepentimiento o de un castigo…
Algo me dice que Silvestra va a cometer un error garrafal en el próximo capítulo…
En la segunda foto que has colgado, aparece una tela con unas letras inscritas MPG. ¿Sabes o intuyes a quien pertenecen? ¿A los antiguos propietarios tal vez? Y qué es?
Buscaré entre las puertas lúgubres ese trozo de tela con la ayuda de una vela y resolveré el misterio está noche, querida Curiosa.