Las leyendas siempre dicen que tienen algo de verdad, pero corren el peligro de que el tiempo las deforme o que simplemente desaparezcan. Los que aman su patria chica, siempre quieren ver adornada la historia de su lugar con hazañas incontables, solar de santos de mucho milagro y visitas de personajes míticos. Ese podría ser el caso de Calatayud, aunque nuestra ciudad, dada su importancia histórica, mezcla a su placer arena de uno u otro costal.
Cuántas poblaciones querrían contar con la insigne visita del Emperador Carlos V, ¿verdad?. Nuestra Bílbilis pudo gloriarse de este hecho, pues el 16 de abril de 1518, camino a Zaragoza, este monarca se detuvo para confirmar nuestros fueros y, como pasa ahora, contentar a unos y exaltar a otros. Aún se conservan tapices, en el presbiterio de la Colegiata de Santa María, que fueron colgados durante su recorrido, imaginamos, más que triunfal. Que unos reposteros (o tapices), algunos de ellos de gran belleza, se conserven en nuestra ciudad desde hace tantos siglos, debería llenarnos de orgullo.
Pongámonos en situación. Imaginemos pues, al Rey, en su mejor caballo, conducido con cintas de oro, y con su mejor armadura, bajo un palio con varas de plata sostenido por los jurados de la ciudad, paseando por nuestras estrechas calles. Los palacios, ventanas y balcones engalanados y rebosantes de nobles, plebeyos y, sobre todo, curiosos. El bufón real, don Francesillo de Zúñiga, amenizando con sus chascarrillos el paso de la comitiva (no en vano se encuentran reflejados en un libro) etc. Sí, todo esto forma parte de la historia escrita pero hay algo más que quiere añadir ese matiz de importancia y que nunca sabremos si es real o si no; y que forma parte ya del ámbito de la leyenda. Según cuenta Vicente de la Fuente, don Carlos V, mientras valoraba abandonar su vida guerrera y dejando el mando del imperio en manos de su hijo Felipe II, habría barajado la posibilidad de retirarse no al insigne monasterio de Yuste, sino al santuario de nuestra Virgen de la Peña, curioso dato ¿verdad?. Podríamos hacer cientos de elucubraciones fantásticas sobre este hecho. Quizá, el emperador de medio mundo, en su corta visita, llegó a arrodillarse devoto delante de nuestra patrona y quedar prendado de aquel agreste paraje. Allí seguro podría ser servido por los Canónigos que lo habitaban alejado del mundanal ruido. Quizá el haber sido un lugar tan favorecido por sus antepasados, los reyes de Aragón, también podría haber pesado en esa decisión. Pero todo ésto, como forma parte de la leyenda, nunca lo sabremos con certeza. Sólo, en nuestras desbordadas evocaciones, podemos imaginarlo subido a una de las torres que por entonces coronaban el santuario, enamorado de la belleza de nuestro áspero paisaje y de la perspectiva de nuestra ciudad. Ese hermoso Calatayud adornado con improntas árabes y judías, y rematado por monumentales campanarios cristianos. Ya lo de la sabrosa cerveza elaborada por los hacendosos frailes agustinos de Yuste, monasterio donde en 1558 muere Carlos V, es harina de otro costal.