Creo que es muy común en todos nosotros pasear mirando al suelo, o como mucho enfocar nuestra mirada en lo más inmediato. Las noticias, las preocupaciones etc. pocas veces nos hacen levantar los ojos buscando el incierto amparo de las alturas. Mirar las torres de nuestra ciudad desde abajo te hace, quizá, sobrecogerte un poco ante algo que nos resulta difícil abarcar, da vértigo tanta belleza real delante de todos nosotros y acompañándonos desde hace siglos.
En uno de esos paseos, puede que tú, sin saberlo hayas pasado, sin darte cuenta, bajo la atenta mirada de algo más modesto, uno de esos vestigios de otros tiempos sencillos pero que, como por arte de magia han logrado sobrevivir a esa vorágine de destrucción y de «todo ha de tener una utilidad» que nos rodea. Una simple hornacina con un Cristo ha acompañado la vida de un barrio entero, le ha dado nombre, todavía lo hace aunque muchos no lo sepan y pocos lo recuerden. Bajo su delgada madera habrá albergado alguna vela que distrajera a las tinieblas en los fríos meses de invierno. El valor es escaso, la talla desde luego es de esas esculpidas sólo con cariño, pero ahí está, ya sin luz, sin utilidad ninguna, sólo con la belleza de lo sencillo. Algún día nos daremos cuenta que lo que anhelamos sin rumbo, se basa en cosas tan pequeñas como ese rincón olvidado, puede que entonces nos sea más fácil luchar con sentido en nuestro día a día.