Silvestra la de la Correa era una mujer de unos 35 años que tenía una pequeña casa en la calle de Cantarranas. Su hogar era un edificio, de un solo piso, lóbrego, triste y oscuro; y lo apretado de la calle no daba ni para alegrar las estancias con unos tímidos rayos de sol. Se decía por aquel entonces, que los aires de ese barrio, tan cercano al río, no eran sanos, y las casas que lo formaban estaban habitadas por gente muy pobre que en su mayor parte se dedicaba a las labores de labranza.
Las penurias económicas de los vecinos de Cantarranas, también eran compartidas por Silvestra. Ésta se vio obligada a arrendar algunas de sus habitaciones a los estudiantes, que por aquel entonces, se daban cita en Calatayud, y a coser algunos apaños a un precio mísero. Sus padres ya habían muerto hacía tiempo y no encontraba otro medio de sustentarse.
Nuestra ciudad bullía a principios del siglo XVIII animada con una actividad frenética; varios conventos como el de la Merced, el del Carmen, el de San Francisco o los mismos jesuitas, por supuesto, ofrecían clases de filosofía, por no hablar de las de teología que impartían los dominicos del vecino convento de San Pedro mártir. Multitud de jóvenes se acercaban a nuestra ciudad atraídos por las enseñanzas de tan renombrados frailes y, nuestros estudios de humanidades, hacían que Calatayud fuera popular en todo Aragón y Castilla, por sus óptimos estudios.
Silvestra veía pasar por su casa a uno o más estudiantes cada año. Muchos de ellos sólo venían a divertirse, otros eran unos entregados alumnos; los había devotos, truhanes, simpáticos o quejicas. Ella hacía tiempo que no tenía ilusión por nada y era famoso su mal genio y su peor trato: «señora Silvestra que tengo chinches en la cama», «¿No ve vuaced ,señora Silvestra, que la sopa no tiene sustancia?»…»¡señora Silvestra por aquí, señora Silvestra por allá!, ¡estos mocicos me están amargando la vida!». Los gritos de la patrona se dejaban escuchar hasta en el vecino convento de Santa Clara y, a buen seguro, más de una monja se santiguaría con presura al escuchar sus voces endemoniadas.
En el barrio comentaban de «la de La Correa» que era guapa, aunque se arreglaba poco, y que más de uno quiso casarse con ella, ¡sonado fue el portazo que le dio al hijo del panadero de la calle de las Trancas!. Silvestra, sin embargo, no quiso nunca atarse a ningún hombre, en ellos sólo veía gente ruin, mezquina y rijosa, pero llegó el día que, por casualidad, aparecería alguien que habría que cambiar su vida entera para bien…o para mal, el estudiante Sebastián Blasco.
Sebastián había llegado hace unas pocas semanas a Calatayud, no se sabe muy bien si huyendo de algo, o en verdad buscando ampliar sus conocimientos de tomismo con los dominicos, como lo hacían otros en su lugar. Muchas vecinas de la calle de la Bodeguilla o de la plaza de la Trinidad, lo habían visto deambular y dormir en la puerta del convento de los trinitarios; esto era típico en muchos estudiantes que, hasta que ganaban un sustento, vivían como vagabundos malcomiendo en cualquier taberna o recibiendo la sopa que los conventos, como el de los capuchinos, dedicaba a la gente sin recursos.
Nadie sabía a ciencia cierta de donde era aquel joven, su actitud esquiva hacía que no despertara grandes simpatías entre el resto de estudiantes en su misma situación. Por su acento muchos pensaban que venía del norte, pero no se atrevían a preguntar por no violentarlo o recibir un cortante sí o no, por respuesta. Su aspecto, aunque de cierto atractivo, venía acompañado de una mirada oscura, fría, esquiva, que hacía perder cualquier atisbo de belleza que en su rostro pudiera presentarse.
Pasadas las semanas, Sebastián, encontró por referencias la casa de una señora, mujer de un teniente capitán, la cual necesitaba un estudiante, que por un módico precio, enseñara a su hijo Íñigo todo lo referente a gramática y latín. A la buena mujer parecía que no le era suficiente la instrucción primaria que daban los franciscanos o los agustinos de la plaza de la Correa en sus escuelas públicas.
La señora y el estudiante, tuvieron una breve entrevista. Beatriz, que así se llamaba ella, parecía no estar muy cómoda con la mirada vacía del bachiller, pero las referencias que presentaba eran buenas y enseguida apartó de su mente cualquier pensamiento de inquietud que se le podría haber presentado. No andaba mal encaminada la intuición de la tenienta, Sebastián fijó en ella sus ojos con una mirada lasciva y brutal, no sabía si anhelaba de ella su aparente inocencia, o bien era simplemente un brusco sentimiento de lujuria. La entrevista se saldó con unos maravedíes de adelanto, el resto serían pagaderos por semanas. Sebastián podría ya buscar un sitio donde dormir caliente y probar, aunque fuera, un mal plato de algo sólido en una mesa sentado.
La casa de Beatriz no andaba lejana a la iglesia de San Torcuato, Sebastián, al salir, pareció mostrarse menos azarado con el viento fresco de aquella mañana de finales de octubre pero en su mente parecía forjarse, lo que después terminaría siendo una despiadada obsesión.
Aunque nuestro estudiante no era una persona devota, esta vez encaminó sus pasos a la iglesia de Santa Lucía, allí parecía querer purgar, aunque fuera de manera temporal, un sentimiento de culpa, que por otra parte, era imposible que sintiera. Sus ojos perdidos, intentaban mirar el altar mayor pero no podían levantar la vista del suelo, allí se topó con una losa de piedra esculpida de un antiguo caballero templario que parecía descansar en paz. Por un momento Sebastián pareció anhelar que su mente se calmara, era imposible, ya era tarde para pensar en algo noble.