CAPÍTULO I
Calatayud, principios del siglo XVIII

Las penurias económicas de los vecinos de Cantarranas, también eran compartidas por Silvestra. Ésta se vio obligada a arrendar algunas de sus habitaciones a los estudiantes, que por aquel entonces, se daban cita en Calatayud, y a coser algunos apaños a un precio mísero. Sus padres ya habían muerto hacía tiempo y no encontraba otro medio de sustentarse.
Nuestra ciudad bullía a principios del siglo XVIII animada con una actividad frenética; varios conventos como el de la Merced, el del Carmen, el de San Francisco o los mismos jesuitas, por supuesto, ofrecían clases de filosofía, por no hablar de las de teología que impartían los dominicos del vecino convento de San Pedro mártir. Multitud de jóvenes se acercaban a nuestra ciudad atraídos por las enseñanzas de tan renombrados frailes y, nuestros estudios de humanidades, hacían que Calatayud fuera popular en todo Aragón y Castilla, por sus óptimos estudios.

Lápida sepulcral de la Iglesia de Santa Lucía de Calatayud
La señora y el estudiante, tuvieron una breve entrevista. Beatriz, que así se llamaba ella, parecía no estar muy cómoda con la mirada vacía del bachiller, pero las referencias que presentaba eran buenas y enseguida apartó de su mente cualquier pensamiento de inquietud que se le podría haber presentado. No andaba mal encaminada la intuición de la tenienta, Sebastián fijó en ella sus ojos con una mirada lasciva y brutal, no sabía si anhelaba de ella su aparente inocencia, o bien era simplemente un brusco sentimiento de lujuria. La entrevista se saldó con unos maravedíes de adelanto, el resto serían pagaderos por semanas. Sebastián podría ya buscar un sitio donde dormir caliente y probar, aunque fuera, un mal plato de algo sólido en una mesa sentado.
Continuará