La ciudad de Calatayud ha modelado su fisonomía siempre a merced de sus barrancos. Tanto el de las Pozas como el de Soria o de la Rúa, han sido adaptados a nuestro trazado como una calle más, y no es raro el haberlos visto crecer con sus aguas bravas e indomables convirtiéndonos en una pequeña Venecia de aguas turbias. Aunque son muchas las historias que podemos referir a este hecho, el bilbilitano siempre se remite a aquella oscura profecía por la cual San Vicente Ferrer afirmaba que ¡Calatayud perecería anegado por las aguas!. Al pobre santo dominico, desde tiempo inmemorial, llevamos cargándolo con oscuras maldiciones que tienen como objetivo acabar con nuestro pueblo. Nunca sabremos porqué, ya que luego se le tenía mucha devoción por estos lares. Quizá no fuera más que una manera de dejar nuestra conciencia tranquila por si acaso.
Yo ahora les voy a relatar una anécdota, que a mi siempre me ha parecido la mar de curiosa, relacionada con el barranco de la Rúa y los días de avenida, que antes eran mucho peores que los actuales, no vayamos a creernos.Volvamos la vista atrás, quizá a los años veinte o incluso antes del siglo XX, imaginemos un Calatayud totalmente distinto, más pequeño todavía, con pocas distracciones para sus gentes más allá de las de siempre: el hablar, el visitarse, el pasear…una vida cotidiana, «analógica» como gusta decir a algunos entendidos. El cielo, en estos días de bochorno (el calor de Virgen a Virgen), se empieza a poner plomizo, negro. En nuestras calles el aire procedente de los montes viene cargado de un olor a tomillo que se impregna con la propia humedad de chaparrones cercanos. Truenos y rayos lejanos anuncian la inminente llegada de una tormenta de esas de aupa. La gente devota, al sentir semejantes sacudidas en el cielo, aproxima su vela a la estampa de Santa Bárbara y reza. Todos cuentan en aquellos momentos la anécdota de aquel hombre que por «alcahuete» se arrimó demasiado al balcón y pereció partido por un rayo. Cuando la gente más embebida está en relatar estas consejas, comienzan a descargar unos gruesos goterones que, aunque tímidos al principio poco a poco se vuelven intensos, brutales, como si se abrieran los cielos. La gente no puede controlar una naturaleza que puede arruinar cosechas o negocios y continua rezando esperanzada. La tempestad es intensa y unos minutos parecen tornarse horas, pero poco a poco amaina, se calma, descansa. La gente curiosa se asoma a sus ventanas, a sus balcones, miran hacia la calle, quieren ver lo irremediable y anecdótico de ese día, la venida del barranco de la Rúa. Ante sus ojos un río se forma donde antes hacían su vida cotidiana y qué mejor momento que aquel para tirar «por la borda» todo aquello que les sobra (recordemos que no hay recogida de basuras). De casa de la mengana salta a la calle un par de algargatas viejas, de la de la Juliana un orinal, y así desde varias casas del recorrido. Los vecinos celebran entusiasmados cada uno de los objetos que ven pasar arrastrados por la corriente y lo comentan con sus amigos y visitas. Lo que antes podría haber sido un reguero de destrucción, ahora es causa de alegría. Una alegría sencilla para unos tiempos que también lo fueron. Seguro que las anécdotas de esos días siguieron circulando de boca en boca durante años. Fijaos si se contaron, que al final llegaron a mi cuando yo era pequeño. Ahora, cuando escucho una tormenta y estoy en nuestra calle de la Rúa, siempre pienso en esos momentos memorables, y en la persona que me los contó. Espero que a vosotros también os lleguen estas imágenes cuando la visitéis y se oiga de lejos una tormenta. Seguro que sí.
Es una anécdota realmente bella, es la vida de antaño, con sus quehaceres, su formas diferentes y con un entendimiento de lo cotidiano muy diferente al de ahora…
Gracias Carlos por mostranos un Calatayud que creíamos perdido, pero que gracias a ti y a otros como tú perdura en la memoria.
Gracias Vicente por tu comentario. Espero que la gente, al conocer un poco más nuestra ciudad, aprenda a quererla y a respetarla mucho más. Aún queda mucho camino por andar. ¡Un saludo!