Hace ya tiempo, en las antiguas bodegas de «La Sobresaliente», encontré, cubierto por capas de polvo y suciedad, unos libros de cuentas y papeles que habían pertenecido al establecimiento centenario que se hallaba en este lugar. «Mercado 8», lucía en caligrafía inglesa uno de los legajos más deteriorados. La curiosidad me llevó a deshacer el lazo que me separaba de todo ese cúmulo de cuartillas, en las que tenía pocas esperanzas de encontrar algo curioso la verdad. Sumas, haberes, deberes y algunos apuntes ilegibles me iban a hacer desistir pronto de mi «aventura». Sin embargo, en la parte trasera de una de esas interminables ristras de números, apareció escrito a lápiz un pequeño texto encabezado de la siguiente manera: «Día de San Isidro de 1890». ¿Qué sería todo aquello, ¿quizá algún recordatorio especial de aquella jornada?. Sin muchas ganas empiezo a leer pausadamente ese conjunto de letras trazadas a plumilla: «Día tranquilo este de San Isidro…. a media mañana, sin embargo, se acerca a nuestra botiga una moza desvergonzada que se hace llamar «la Dolores» y que sirve en la cercana posada de San Antón. Alguna de las muchachas de la casa se hace cruces contando dimes y diretes de la chica en cuestión. Galana un tanto, pero un tanto más descarada. Un andar lento y vacilante anuncia su entrada en nuestra tienda. Sin razón especial, lucía, muy ceñido a su talle, un mantón de muy buena seda, con unas labores chinas que sus buenos reales habríanle costado al desdichado que se lo hubiera proporcionado. Uno de los mozos que suministraban el almacén, se asoma expectante a la puerta. La Dolores, arrastrando el caminar con cierta gracia deja posar su pie en el primer escalón. A pesar de ser la primera vez que se dejaba ver por nuestra casa, parecía remontar la siguiente de las gradas con total naturalidad y eso que ésta siempre suele ser una «trampa» para gran número de los parroquianos que vienen a visitarnos.
De su boca se escapa un «buenos días nos dé Dios», con un acento muy marcado. Parecía esas expresiones de sainete que han empezado a utilizar algunas mozas del pueblo haciéndose eco de esa gente baja que en las obras hacen llamarse «chulos» y que no dejan de ser personas pendencieras de los más barrios bajos de Madrid. Con un lacónico «buenos días», respondimos yo y el resto de mis compañeros. Cuando presta iba ésta a hacernos saber el motivo de su visita, un organillero, muy oportuno, se sitúa cerca de las columnas de la plaza del Mercado que lindan con nuestra botiga. Como si esto hubiera supuesto para la buena moza una especie de encantamiento, la «majestad» de la posada de San Antón sale, ni corta ni perezosa, a la búsqueda de las notas de aquel «piano callejero». En aquel momento sonaba un «schottisch» de moda. Quién sabe si llevada por el embrujo de la música, la Dolores acepta la invitación de uno de los chicos de la plaza para bailar al son del manubrio. Gran escándalo en la plaza al contemplar el baile «agarrao» de la pareja, la cual, perfectamente sincronizada, seguía como ajena al mundo cada uno de las notas decididas de la composición. Mucho gracejo tenía la buena de la chica, aquello que se dice ahora de: «se le escapa la sal a raudales». La complicidad de los hasta ahora desconocidos, sorprende a cuantos han acudido allí a verla. Cuando la pieza termina, un gran número de ojos, ora curiosos ora juzgando el supuesto comportamiento inmoral de la moza, acribillan a la joven. Ésta, cortando el aire, cruza delante de la muchedumbre poniéndose el mundo por montera y desafiando con su mantón de la China, las duras sentencias, a las que seguro, será sometida sin piedad. Sus pasos se encaminan ahora, como si nada hubiera pasado, hasta la posada donde trabaja»….