Desde antiguo el género humano ha buscado el bienestar de cuerpo y alma mirando al cielo, y ha intentado solucionar sus cuitas invocando a dioses de diversa índole. Sin embargo, desde la llegada del cristianismo los santos, esas personas distinguidas por su bondad y cualidades extraordinarias, han ayudado con acierto al “Dios de Israel” en estos menesteres.
Si bien cada una de estas devociones presenta en principio una especialización dentro del ámbito de la sanación, hay epidemias que,debido a su virulencia, han necesitado de la ayuda de un gran número de estos personajes que pueblan el santoral. Cierto es que no podemos mentar “la enfermedad” como algo genérico, sin dejar de hacer referencia a la peste.
La peste antaño fue quizá el más terrible de todos los males. En aquellas lejanas épocas del medioevo esta temible epidemia acabaría con más de la mitad de la población europea. Sin embargo, los brotes de la misma, se dejarían sentir también en épocas muy posteriores.
Calatayud, como ciudad que siempre fue cruce de caminos, sufrió como no, las consecuencias de la pestilencia entre sus gentes e incluso, en lejanas épocas, gran número de recursos humanos y monetarios se destinarían a intentar evitar y paliar las secuelas de aquel jinete del Apocalipsis. En nuestra población , por ejemplo, existían los llamados diputados de la peste los cuales, desde el concejo, se ocuparían de frenar el avance del mal en nuestros lares ayudados, desde el punto de vista espiritual, por las plegarias de los bilbilitanos.
Una de las devociones más arraigadas, en temas de pestilencia, fue desde antiguo San Miguel que además contaba con una parroquia al norte de la población, y al cual se le tributaba una pomposa fiesta con ocasión de haber librado a parte de la población, en este caso al barrio que lo rodeaba, de un brote de tan temido mal. Por esa razón; según rezan las crónicas, desde entonces dicho barrio pasaría a llamarse de “la salud”.
Otros santos como San Íñigo, nuestro patrón, o la Virgen María, también servirían para tales menesteres sanadores; sin embargo, ya a finales del siglo XVI se tiene constancia de la devoción a San Roque un laico, un peregrino, adornada su figura de leyendas y virtudes sanadoras. Los milagros que rodeaban a este hijo de Montpellier (según cantamos en nuestros gozos), llevarían a que, por encima de todos, éste fuera nuestro escudo más eficaz frente al mal de la pestilencia.
En el cerro que preside la ciudad ya existía una ermita en 1600, en la cual un presbítero oficiaba misa todos los viernes por orden del Concejo de la ciudad (lo que hoy llamaríamos ayuntamiento). Ese pequeño santuario sirvió también durante siglos para el avistamiento de tormentas y, quien sabe, si el lugar elegido no tenía nada de casual ya que antaño, el pensamiento medieval, consideraba las perturbaciones meteorológicas (en concreto las tormentas) las causantes de terribles epidemias.
Precisamente para verse libre de pestilencia la ciudad haría voto para honrar al bueno de San Roque, y es que, como promesa por un bien alcanzado, Calatayud acompañaría a nuestro peregrino por las calles de la población, en el día de su fiesta.
Muchos de nosotros que contamos sólo con nuestra visión actual, debemos pensar que en aquel momento la celebración “sanroquera”, era eminentemente religiosa aunque cierto es que el público bilbilitano, bien dado a la expansión, la aderezaba de otros actos lúdicos.
Sorprende a muchos que un lugar alejado en los tiempos actuales del recorrido de peñas como es la plaza del Sepulcro, fuera en aquel momento el inicio de las fiestas dedicadas a nuestro querido San Roque, y es que, frente a la colegiata que da nombre a dicho foro, se alzaba el rico convento del Carmen Calzado. Una rica escalera, una gran biblioteca, una gran celda prioral, adornaban este desaparecido monumento de la ciudad. Su fachada, calco de la de la colegiata, era sobria y daba acceso a una iglesia elegante adornada de altares, órgano y coro. Precisamente, uno de los altares de dicho templo estaba dedicado a nuestro San Roque y es que, en el día de su fiesta, de aquella iglesia de la ciudad, muy temprano; salía la procesión que conducía al pueblo de Calatayud hasta la ermita donde se celebraría una misa en su honor.
Aunque siempre ha estado relacionado el culto a San Roque con otra orden religiosa como son los franciscanos ( es más, se le tenía como un miembro laico de la misma); lo cierto es que los carmelitas calzados paseaban orgullosos una imagen de vestir de San Roque (la cual todavía se conserva), el día del Corpus Christi por las calles de la ciudad y todavía en algunas viejas fotografías se le puede ver airoso sobre una peana mientras parece contemplar los honores y cultos que se rinden a la custodia en la plaza del Mercado.
La procesión, a la que aludíamos anteriormente, iniciaba pues del antiguo convento del Carmen. En ella participaban los frailes, la cofradía y los representantes del concejo sujetos a cumplir el voto, que como comentábamos, en épocas pretéritas; la ciudad habría de cumplir por haberse visto libre de algún brote de pestilencia.
La cofradía de San Roque podría ya existir en el siglo XVII, y el interés de sus componentes era puramente devocional.
El cortejo procesional se vería amenizado por los sones de la gaita y el tamboril y los cohetes actuales serían sustituidos por salvas de escopeta.
Al llegar a la Colegiata de Santa María, el cabildo, y lo que se conocía como la residencia, se añadirían a tan vistosa marcha. Éstos serían precisamente los encargados de celebrar una de las misas del día, la cual se llevaría a cabo en la misma ermita del santo. Probablemente allí se cantarían devotamente nuestros gozos, quien sabe si en la forma que conocemos ahora. Este tipo de composiciones populares, tan presentes todavía hoy en nuestro antiguo reino aragonés, narran sabiamente la vida de San Roque y todos los milagros relacionados con su figura. Muchos de estos gozos tienen raíz medieval.
Una vez bajados de la ermita la pomposa celebración religiosa continuaría con el brillante sermón de un orador en el convento del Carmen.
Claro está; sin embargo, que los bilbilitanos no íbamos a dejar que en las cálidas fechas del mes de agosto, una acontecimiento de tal calibre no se viera adornado con otros brillantes festejos, en este caso por la celebración de las famosas vaquillas de San Roque.
Ya nuestro paisano Vicente de la Fuente en el Semanario Pintoresco español, una de las publicaciones más importantes del siglo XIX, rememoraría con un estilo personalísimo: la tradicional petición de vacas al alcalde, los maderos y cuerdas que cerraban el recinto, los aguerridos mozos sujetando el cuévano, el público encaramado en ventanas y balcones…, en definitiva las anécdotas que acompañaban este tipo de festejos en nuestra querida plaza del Mercado.
Durante el revuelto siglo XIX las tradicionales vaquillas “sanroqueras” dejarían de desarrollarse en más de una ocasión e incluso la fecha de celebración de las mismas variaría.
Una vez que se construye el coso de Margarita en 1877 éstas dejarían ya para siempre de celebrarse en tan castizo marco bilbilitano, para pasar a desarrollarse en ese lugar tan bonito y emblemático de nuestras fiestas actuales.
Aunque estas son unas ligeras pinceladas de la fiesta de San Roque en nuestra ciudad a lo largo de los siglos, siempre me gusta pensar que 50 años, aún siendo muchos, son una pequeña parte en la rica historia de una ciudad con un glorioso pasado como es la nuestra, Aunque los usos y costumbres han variado, como no, siempre un “¡Viva San Roque!” es una manera de unir nuestro pasado y nuestro presente.
El sentir y la celebración reciente de nuestra querida fiesta se la dejo a personas que han vivido, con cariño y esfuerzo, la renovación de estos festejos en época reciente.