Gloria, aturdida, se toca la frente y de repente siente un pequeño vahído. Sus amigas se percatan aterradas pero no hay tiempo que perder. Ya se ven en manos de esos asesinos que las persiguen armados con piedras y palos. De repente, casi de milagro, la luna que ha vuelto a hacer su aparición entre las nubes, les muestra una puerta a su izquierda, a la que se accede subiendo unos escalones. Ellas, ni cortas ni perezosas, sostienen con fuerza a la joven herida y, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se adentran dentro de un recinto desconocido y, a esas horas, oscuro casi por completo. La cruel comitiva que había cambiado sus rezos por insultos, continua la calle. No parecen percatarse del posible escondite de esas a las que creen brujas o espíritus malignos.
Ana sostiene la cabeza de su compañera mientras tapona, con uno de los pañuelos que tanto le gusta lucir, la herida de su frente abierta. -”Gloria, no te preocupes, es un rasguño superficial, sería necesario limpiarlo un poco, eso sí”. María, por su parte, se dedica a mirar inquieta a su alrededor. -”Chicas, yo no entiendo nada ¿quién es esa gente?. No hemos hecho nada para merecer esto. Nos han insultado y apedreado, este es un lugar de locos. Quien haya sido el que nos haya gastado esta broma se la va a cargar, lo juro. Quizá es un “realiti” de esos de la tele…buf, estoy asustadísima”.
La mirada de las chicas, tras el rincón detrás de la puerta que les ha servido de salvación, poco a poco se acostumbra a la oscuridad. Ana ya llevaba un rato notando un pronunciado olor a incienso mezclado con otros que no sabría describir. María es, sin embargo, la que de repente cambia su cara de susto por otra de sorpresa: “¡Chicas!, esto es la iglesia de San Juan, ¡yo venía aquí a dar catequesis cuando era pequeña!. – “Pero no puede ser”, responde Gloria, “¿cómo vamos a estar en Calatayud?”.
Ana reprime en su lengua mil preguntas pero, en medio de la excitación del momento, reflexiona y se da cuenta que la calle que han tomado para huir de esa panda de bárbaros, podía ser perfectamente, la que sale de la Plaza del Fuerte: la calle Valentín Gómez:-”¡estamos en Calatayud!. ¡Realmente nunca nos hemos movido del portal donde nos quedamos dormidas!. ¿Es posible una vuelta atrás en el tiempo?”, pregunta Ana nerviosa -”Bueno, en las películas claro que sí, pero..¿quién te dice que estamos en otro siglo?, ¡eso no puede ser!”, responde Gloria. “Pues que queréis que os diga, posible o no yo he creído reconocer una iglesia que ha desaparecido y el camino que hemos tomado nos ha llevado hasta la misma iglesia de San Juan, realmente no nos hemos movido en absoluto, hemos viajado en el tiempo aunque no sepamos cómo ni porqué”, dice Ana.
María, por su parte, se encontraba abstraída pues, creía recordar algunos de los rincones del recinto parroquial que habían sido testigos de sus correrías siendo más niña. Efectivamente, tras andar unos pasos y cruzar el inmenso vano que se encontraba a su lado, la joven descubre un par de puertas que pueden servirles de seguro escondite. “¡Chicas, por aquí!”, grita ahogadamente. El hallazgo no podía ser más oportuno, pues cerca de donde se ocultan, se oyen varias voces que avanzan hacia ellas. -”Corred”, grita María frenética. Las tres se dirigen hacia un quejumbroso portón que logran cerrar antes de ser descubiertas. Al momento pasan dos sacerdotes con largas capas negras y un sombrero con forma de teja en la cabeza. Ellas respiran aliviadas, al fin han podido encontrar un lugar donde refugiarse. Aunque el escondrijo se encuentra totalmente oscuro, Ana recurre a la moderna ayuda de su teléfono móvil, que aunque con la batería bastante baja, todavía es de utilidad. La tenue luz de la pantalla les muestra una angosta escalera que parece terminar en una bodega. Ana de repente exclama: -”¡Chicas!, ¡agua y fruta!, y efectivamente, el lugar, debido a su humedad es utilizado como despensa. En uno de los recodos de la escalera una tinaja y una cesta les invita a recuperar fuerzas. Además hace falta limpiar la herida de Gloria, aunque ésta tienda ya a cicatrizar. Las jóvenes se sacian de alimento, pues están hambrientas y muertas de sed.
Una vez recuperadas, aunque inquietas, se deciden a explorar el fin de esa pequeña escalera. Ana continua con el móvil como linterna, mientras María se ofrece a descender la primera aunque despacio y llena de temor. Según se acercan al sótano ven con asombro que comienza a surgir de las tinieblas una estancia de ladrillo llena de huecos en las paredes. María de repente recuerda: “¡es la cripta de los antiguos jesuitas que administraban la iglesia!”. Cuando era más pequeña le llamó mucho la atención verla ya restaurada y dedicada a otros usos. La humedad y el abandono, sin embargo, ofrecen una visión muy distinta de la amable que la joven recordaba. Los ladrillos de los nichos se habían desprendido dejando, en muchos casos al descubierto, los cadáveres de sus moradores. Los ataúdes podridos hacen que se desparramen las negras ropas de sus hábitos. El hedor era intenso y hacía que la atmósfera fuera prácticamente irrespirable. Desde luego la situación no podría ser más macabra. Gloria empieza a llorar, han sido demasiadas emociones juntas y el lugar y la incertidumbre no ayudan demasiado la verdad. Ana intenta hacerse dueña de la situación y propone el descansar un rato, de hecho, podrían acurrucarse en uno de los rincones de la estancia que parecía más saneado. El móvil, como era natural, dejó de funcionar tras un ligero pitido. Ana rebusca en su bolso y encuentra un pequeño mechero sin gas. Algo es mejor que nada, sus chispazos les ayudarán a no sentir tanto la penumbra de aquel fantasmagórico lugar.
Cuando ya se disponían a reposar y a idear la manera óptima de escapar de allí, un sonido seco, como el chirrido de una puerta, se deja oír en la oscura cripta. Alguien parece entrar en el recinto.
Continuará
Calatayud no es aburrido – capítulo I