Las jóvenes, que se encontraban atentas al chirrido sordo de la puerta del sótano, se alteran hasta la desesperación al escuchar unos fuertes pasos que, lentamente, descienden la escalera que conduce a su cubil . Ellas saben que su situación es comprometida porque, donde se encuentran, también hay varias tinajas y cestas con víveres. Las tres amigas temen verse sorprendidas en cualquier momento si no toman una decisión rápida. Ana les ordena con premura: -” No nos queda más remedio que meternos en los nichos, ¡deprisa!. A la desesperada, sólo guiadas por un pequeño resplandor que proviene de la escalera, las tres chicas se separan buscando un refugio en las tumbas de su alrededor. Algunas se encuentran vacías pero hay otras ruinosas y llenas de los restos descompuestos de sus moradores. Ana y Gloria consiguen un refugio próximo pero María, desorientada y prácticamente a tientas, ahogando un grito de horror, se introduce en un nicho ocupado por un carcomido ataúd. Las maderas se clavan en el cuerpo de la joven y la mano del esqueleto se posa, como aún llena de vida, sobre la temblorosa joven. ¡Ojalá le hubieran abandonado sus sentidos en ese momento!. Su mente está al borde de la locura.
La luz que amenazaba con descorrer el velo de la tiniebla que reinaba en la cripta, hace su triunfante acto de aparición. Detrás de ella puede advertirse una mano ajada sólo cubierta por una manga oscura. La negra figura se detiene un momento, como si algo hubiera llamado su atención, con tan mala suerte que uno de los ladrillos del nicho donde se esconde María cae estrepitosamente al suelo. El farol que parecía pender, como por arte de magia, en el aire, se tambalea ahora desapareciendo nuevamente en las escaleras; mientras, unas cuantas jaculatorias, se escapan del misterioso visitante. Probablemente, su portador, pensó que uno de los muertos que descansaban en aquel lugar había decidido manifestarse, como alma en pena, con intenciones de abandonar el Purgatorio y suplicar unas cuantas oraciones.
Las tres amigas suspiran con alivio pero saben que han de tomar una rápida decisión pues, tarde o temprano, pueden ser descubiertas. Además, no pueden dejar pasar su vida encerradas en aquel lugar destinado a los que ya han abandonado este mundo. Gloria parece tomar esta vez la palabra: “Chicas, tenemos que salir de aquí y pasar lo más desapercibidas posible, desde luego, si os dais cuenta, la gente viste de manera totalmente distinta a nosotras. No podemos ir con pantalones. En seguida se fijarían en nuestras ropas y nos volverían a apedrear, ¡o nos dentendrían!. Nunca sabremos de lo que son capaces estos salvajes”. “¿Pero cómo lo haremos chicas?, dijo María, “no tenemos tela, no tenemos otras prendas, ¡yo no sé porqué este año no se lleva la falda larga, nos ahorraría muchos disgustos!”. Ana toma una arriesgada decisión: “Lo único que podemos hacer es coser nosotras nuestros propios atuendos…con los hábitos de los cadáveres…yo tengo un poco de hilo y una aguja en el bolso, podemos dar un par de puntadas para ir tirando”. La cara de las dos amigas al escuchar esto es una mezcla entre asombro y asco, pero también de certeza, pues saben que no les queda otro remedio que obedecer tan repugnante y sacrílega idea.
Las tres prisioneras se ponen manos a la obra. Con gran decisión empujan los débiles tabiques de las tumbas ya ruinosas, y con sus manos arañan los ataúdes atrayéndolos hacia ellas y sacándolos de sus añejas guaridas. Las cajas caen con gran estruendo en el suelo, el sonido es sordo pero atroz. En un momento, la superficie de la cripta, se llena de la podredumbre y los huesos de los cadáveres de sus habitantes. Sus esqueletos se esparcen como si a ellos hubiera vuelto un resquicio momentáneo de vida. La peor parte de la misión, desde luego, va a ser despojar de ese amasijo de corrupción, los restos de las vestiduras llenas de jirones. Gloria lo intenta con asco, pero las arcadas le impiden continuar. Ana y María, sin embargo, parecen pensar más en una posible salida de ese oscuro lugar y tiran sin compasión de las telas hasta juntar los trozos suficientes como para poder confeccionar un mísero atuendo de color negro. Lo siguiente es apurar, con el poco hilo con el que cuentan, una falda y un pequeño manto, con el que a modo de toca, intentarán cubrir sus caras.
Pasan las horas. Todo parece terminado. La labor ha sido ingente pero ha merecido la pena. Ya queda menos para poder abandonar ese lugar de tinieblas. Ninguna podría decir con certeza en qué hora se encuentran del día pero han de salir de allí como sea. Temen ser sorprendidas y más después de haber cometido semejante tropelía con los cadáveres.
Gloria sube las escaleras precedida de sus dos amigas. Con sigilo, abren la portezuela de la cámara mortuoria. La tarde parece ya avanzada pues la luz es muy tenue. Sus ojillos asustados observan inquietos el pasillo de salida. -”¡No hay nadie!”, exclama Ana. Las chicas salen con premura y se encaminan hacia la puerta por la que entraron. La tímida claridad vespertina les permite confirmar lo que María predijo: están en Calatayud, aunque todo es distinto, parecen haberse remontado a un siglo ya pasado. No hay tiempo para lamentaciones. Han de sobrevivir y descubrir la manera de volver a 2013. María parece tener ahora la voz cantante: “Vamos a encaminarnos calle arriba, el edificio de los juzgados probablemente siga en el mismo lugar. Por ahora sería conveniente no dejarnos ver demasiado, no quiero que levantemos sospechas”. Las tres amigas, con paso tímido, tropiezan en los muchos socabones de una calzada llena de barro y suciedad. A pocos metros se topan con lo que fue el Seminario de Nobles de los jesuitas. La puerta está abierta. Cuando ya se disponían a remontar el escalón de entrada, la voz de un misterioso personaje oculto tras una larga capa, parece querer captar su atención…”Yo puedo ayudaros”,les dice discretamente el embozado…
Continuará
Calatayud no es aburrido – capítulo I