Las tres amigas parecen descubrir un rasgo familiar en la voz del desconocido. Su aspecto, desde luego, es tremendamente misterioso. Un sombrero de ala ancha oculta gran parte de su rostro. Una larga capa negra, bastante ajada, termina de rematar tan dramática figura.
Gloria no se fía de las intenciones de nadie. Las pruebas a las que les ha sometido su dramático destino, hace que tire del resto de sus compañeras sin pararse siquiera a satisfacer su curiosidad. Las tres apresuran el paso y suben la larga escalinata que se alza ante ellas. Lo que en principio era una discreta huida, se torna de repente en una persecución. El embozado no parece querer darles tregua y se dirige tras ellas apurando los peldaños de manera atroz. Con el corazón a punto de estallar, las jóvenes, se esconden tras una de las puertas que se encuentran a la entrada de un largo corredor. Su respiración es agitada y su estado es de desesperación e impotencia. María comienza a llorar en silencio, parece atacada de una ansiedad terrible que le oprime el alma. Ana sin embargo no quiere amedrentarse ante la situación. Sabe que no podrán esconderse durante más tiempo y planea con frialdad una pronta huida. La presura por escapar del embozado no hace que las tres reparen en el lugar donde se encuentran. Una oscura sala de techos altos, iluminada de manera tenue por la luz procedente de un balcón entornado, ofrece la triste imagen de varios montones de paja, a modo de miserables camastros, sobre los que yacen personas en situación de extrema enfermedad y desamparo. Tras ellas, una pobre mujer, al borde de la muerte, se cubre como puede por una mísera manta llena de chinches. Su cara cetrina anuncia ya una última náusea que viene acompañada de una tos profunda y ronca. Un vómito de sangre sale despedido de su boca hacia los pies de las tres amigas que no habían reparado en su presencia, tan ocupadas estaban en esconderse de su misterioso perseguidor. Ana, presa de una gran aprensión se tapa la boca con violencia, teme respirar el ambiente de esa habitación llena de miseria. Las otras ven sus pies llenos de un tinte sanguinolento que les lleva al borde del pánico. “¡Quién me mandaría ponerme manoletinas!”, exclama Ana. La desgraciada mujer, tuberculosa, mira con una cara de horrenda desesperación y señala con el dedo hacia donde se encuentra María, mientras intenta emitir un informe gemido. Momentos después cae fulminada por una muerte que deja en ella una mueca de terror que hiela la sangre de las tres espectadoras. Ya son demasiadas emociones, demasiados encuentros con una realidad crudísima que parece anularlas. Ese último espectáculo de dolor, parece sumirlas en un estado de violencia que les lleva a salir con determinación de esa sala. Ellas no saben que ese lugar, antiguo edificio dedicado en principio a Seminario de Nobles, ahora alberga un hospital. Ana, que parece liderar a sus otras dos amigas, se dirige con paso decidido hacia la puerta principal, quieren volver a respirar y sentir el sol. Ya han sido demasiados episodios de lóbregas guaridas y careos con la muerte. Cuando iban reocorriendo, eso sí, semicubiertas por sus amplias toquillas, los largos pasillos de aquel caserón del sufrimiento, una inquietante pintura aparece colgada en una de las paredes de ese tenebroso hospital. En ella pueden leerse la inquietante historia de Agustín Castán, un enfermo enterrado en la parroquia de San Miguel, cuya imagen, después de lo vivido en la sala de infecciosos, apenas despierta en ella otros sentimientos que los del morbo y la curiosidad. Un susurro, tras ellas, exalta a las tres amigas que, dando un respingo, logran cerrar sus bocas antes de proferir un grito.- “Chicas, no chilléis, no vengo a haceros daño”, es el misterioso embozado que les persigue inmisericorde desde el principio. – “¡Soy yo!”. María parece reconocer la voz. Su cara pasa a un estado de asombro y estupefacción: “¡Es Mauro Peñalba!”. El tal Mauro Peñalba es un compañero de clase del instituto donde estudian las tres chicas. Su carácter reservado y sus extrañas aficiones, hacen que no tenga muchos amigos. Siempre puede verse a Mauro rodeado de revistas de videojuegos y de extraños libros antiguos de alquimia. – ¿Qué haces tú aquí?, ¿por qué estamos en este lugar?, pregunta con ira Gloria
-“A veces dudo de que siquiera sepáis que existo. Alguna de vosotras nunca me ha dirigido la palabra en estos tres años que llevamos estudiando juntos”.
-“Claro, porque eres un “friki”, responde con descaro Ana.
-Vosotras podéis seguir ignorándome pero soy el único que puede sacaros de este lío…
María, furiosa, coge del cuello a Mauro diciendo con voz queda: “¿tú no has traído aquí?, ¿se puede saber el porqué? ¿qué te hemos hecho? ¡chalado! ¡devuélvenos a nuestra casa!. Las otras dos amigas le separan como pueden del atónito joven. Además, la voz y los gestos de María pueden atraer a desconocidos a donde ellas se encuentran, cosa que hay que evitar. – “¡Dejadme hablar!” dice su compañero de clase, “todo ha sido un fallo de cálculo, simplemente quería daros un pequeño susto pero, se me ha ido de las manos. No sabía que todos acabaríamos en el Calatayud de 1798. El problema es que no puedo deshacer todo esto por lo menos en un par de días, o…más”. “¡Qué!”, responden al únisono las tres amigas “¿en 1798?”.Mauro esconde tras su aparente aturdimiento una extraña expresión de triunfo. Quizá su personalidad de chico despistado y taciturno no sea más que una pose. “¡Chicas!, os guste o no dependéis de mi. Y…María,perdóname, simplemente quería llamar tu atención. Quería que vieras que era alguien especial”. La chica por un momento cambia su actitud desafiante y enrojece. Lo que ellas no saben es que Mauro Peñalba lo único que desea, es su destrucción, sobre todo la de María…
Continuará
Calatayud no es aburrido – capítulo I
Calatayud no es aburrido – capítulo II